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lunes, 4 de mayo de 2015

Había una vez una niña

Había una vez una niña, una niña pequeña a la que los sueños la maravillaban.
Era feliz creyendo que algún día sería la princesa de un bonito reino, que el príncipe azul la llevaría en su caballo blanco a un gran castillo custodiado por un gran foso de aguas cristalinas.

Soñaba que al crecer, llevaría zapatos de cristal y que jamás los perdería.
Ansiaba vivir aventuras leyendo libros y liberando a cualquier príncipe de sus maldiciones.
Creía que era cierto que un día, un conejo blanco la conduciría a un mundo lleno de sueños, en los que tomaría té, siempre tarde, con un sombrerero parecido a Madonna.
Desmentía una y otra vez a todos aquellos que la decían que jamás volaría en una alfombra y que nunca vería un elefante volando.
La niña poco a poco fue haciéndose mayor, y a los 16 años de edad se pinchó el dedo con el huso de una rueca, pero no se quedó dormida, a los 17 decidió darse un atracón de chucherias y terminó en el hospital.
Con 18 marchó de viaje con 7 amigos a una casa rural y conoció al lobo feroz que intentaba quizá enamorarla para comérsela después.
Y así... Llegó a los 29, con esa edad acudió al medico porque después de tanto país del caramelo y demás su estomago estaba dañado, y allí... Allí descubrió al malo del cuento, a la bruja malvada, al ogro y hasta a la madrastra cruel.
7 años, pasaron 7 años y descubrió que los sueños y los cuentos de hadas no existían, que el único sueño con el que quería soñar era el de estar viva...
Pero no, entre pociones azules y amarillas, su luz... Esa que era como la de campanilla se apagó... Y quienes queríamos a esa niña soñadora supimos que no seria una abuelita, y que para nosotros siempre seria joven...
como Peter Pan.

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